EL GRANITO DE ARROZ.
Mentí
Tenía que escribir una suerte de deber para un taller literario. Algo así como un cuento sobre un granito de arroz. Un granito de arroz que, en principio, supuse me exigiría un granito de paciencia que se vistió de paciencia de granito con un traje de impotencia.
Lo cierto fue que dije muy suelto de cuerpo a todo el mundo, que ya tenía escrito el cuento que ni siquiera lo había podido cercar en mi mundo imaginario.
Hacía una semana, que en forma tragicómica llevaba un grano de arroz en el bolsillo interior de mi saco. En realidad era un granito, pero más grande que mi ausente inspiración… que ni siquiera olfateaba el anzuelo de la esperanza.
Pasaban los días y nada. Ni una idea. Ni un atisbo de mínima historia. Luego, en pleno taller, mi vapuleado ego tuvo que escuchar tres cuentos frescos, con clara esencia de mujer, sobre el maldito grano de arroz. Tres historias bien armaditas y mejor inspiradas.
Y yo ni siquiera con una tentativa de relato marginal.
Mentí, ¡claro que mentí! Cómo iba a confesar lo inconfesable, que era la ausencia de una solución para el jodido problema del granito de arroz.
Derrotado, vencido y humillado llegué a casa cerca de la medianoche. Lentamente saqué el pálido granito de arroz. El flacuchento, desnutrido y esquelético granito de mierda que me había superado y lo puse sobre la mesa de la cocina.
Y sucedió lo increíble. Cuando les cuente lo que me pasó van a decir que volví a mentir. Pero esta vez se equivocan.
Luego de una hora de mirar al insignificante granito de arroz, noté que se movía. Primero en forma lenta. Pero mover..se ,¡ se movía!
Con el correr de los minutos el muy ladino hasta parecía que respiraba. Por si fuera poco , empezó a emitir una suerte de lúgubre sonido que fue mutando hacia un insoportable chillido.
En un momento, pensé que mis sienes iban a estallar. Prestamente manoteé el herrumbrado cuchillo. En realidad era un estilete que supo tener sus historias inconfesadas. Por suerte estaba en el lugar de siempre, dentro del solitario cajón del aparador de la cocina. Y fue con su hoja penetrante e invasiva que lo hice callar de un solo tajo. Pero no para siempre.
Ya en silencio, empecé a despellejarlo lentamente con una satisfacción inexplicable. Mientras lo iba desvistiendo, mejor dicho trepanándolo, paso a paso, pedacito a pedacito, me di cuenta que la morbosidad estaba invadiendo mi ser. Tanto que me hacía transpirar sin pausa.
Y fue casi al final de este singular desnudo de arroz que lo vi…¡ El muy hijo de puta…estaba allí! Bien escondido, retorcido; anudado en forma asquerosa, en la última lámina del cascarón. Prendido como un polizón en el aliento final de la vida, pero estaba…y además latía.
Tengo la duda si sonreía en forma diabólica o solo era el ruido de un colgajo de su cuerpo que se retorcía. Doy fe que quiso moverse, escaparle al destino. Pero no pudo. ¡Cómo iba a hacerlo si me abalancé con cruenta devoción para aniquilarlo!
Lo prensé entre la inmensidad de mi dedo pulgar y la firmeza del índice. Le iba a dar su merecido a esa semilla de maldad. Cuanto más me miraba debo confesar que su repugnancia me provocada cierta admiración.
¡Con razón me había sentido mal toda la semana! Él, sino quién, fue la causa de mis dolores constantes de cabeza, náuseas y espasmos de locura que me acorralaron durante días y noches.
Eso que ahora me observada con mirada de derrota casi me vuelve loco.
Tan chiquito y tan perverso.
Al observarlo detenidamente, su pequeña infinitud exudaba un tufillo de aroma de muerte. Hasta el día de hoy sufro su presencia, y no sé si podré recuperarme. Fue por esa y otras razones que no vienen al caso, que no lo perdoné.
Más aún; lo ejecuté con oscura morbosidad.
Empecé a apretarlo con pausada saña. Cuanto más lo trituraba, en forma más gelatinosa y viscosa se retorcía. Pero no se quebraba de dolor o de remordimiento, sino de pura crueldad. No piensen, ni por asomo que tuve un atisbo de piedad hacia la cosa.
De ningún modo.
No le dejé la puerta abierta para huir de mi rencor, ese que se inició cuando quebré el puente de la compasión, yo diría desde que lo conocí.
Pasaron dos o tres minutos hasta que noté que sangraba su dolor primero y luego su muerte.
Y fue recién de su eterna inmovilidad que pude empezar a escribir sobre el granito de arroz.