WEMBLEY.
Recibo la pelota de un compañero. Logro quebrar la marca de un primer defensor que me faulea. Tambaleo, pero sigo en carrera. Como me enseñó Pedro Virgilio Rocha, hago una moña de larga zancada y limpio a un segundo defensa. Al tercero lo hago pasar de largo con un simple amague. El golero sale desesperado y me regala el palo derecho. Un error imperdonable. Acaricio la pelota con un efecto sutil y la guardo mansita en el fondo de la red. Es un gol muy importante para mi carrera. Nada menos que en el mítico estadio de Wembley. Para que se ubiquen, ese golazo es en el arco que vendría a ser el de la Amsterdam, en nuestro Estadio Centenario. Luego de esa proeza futbolera, todos mis compañeros me abrazan y caigo al césped a los revolcones, a puro festejo.
En ese momento, entre los cánticos enfervorizados de la hinchada, siento una voz inconfundible desde las gradas que me grita:
_¡Dieguito, dejá de revolcarte en los terrones de esa chacra, y vení a tomar la leche! Sin comprender el cambio que dispuso el técnico, casi a las puteadas. me dirijo rumbo al vestuario. En ese trayecto, como buen cara sucia, le pego una recia patada al piso y al instante desborda mis pulmones, ese olor a tierra húmeda, recién arada. Acto seguido, no puedo evitar llenar los bolsillos del pantalón de tan exquisita fragancia. Como epílogo y habiendo dejado todo en la cancha, me retiro ovacionado en esa tarde inolvidable de Wembley.
Quien no haya jugado en ningún equipo de la premier league de la infancia, nunca podrá apreciar la realidad. Su distorsionada percepción lo someterá a los siguientes juicios equívocos. En primer lugar dirá que esa cancha no es Wembley sino una chacra arada por mi padre, a puro sudor de verano, sentado en un inmortal tractor Ferguson. El arco del coliseo inglés, se asemejaría bastante a dos cajones de verdura. Además, los férreos defensores serían, por estricto orden de aparición; un viejo bidón de gas oil, un pedazo de disquera y un rastrillo de erguida madera clavado en su base de metal. El casi invencible golero, no es otro que el espantapájaros que debería estar cuidando el maizal de enfrente, con su raído cuerpo de cruz y su brazos al viento. Si ahora no está cumpliendo esa changa, es porque algún aspirante a estrella de fútbol lo tomó prestado sin el consentimiento de la patronal.
La gilada no sabe que, pese a que ya han pasado cincuenta años de ese gol, ese estadio nunca dejó de ser Wembley. Hace una semana, acosado por las penas y necesidades de mis clientes, estaba oficiando de abogado. En esa fragua luchaba, picaneado por un escritorio repleto de papeles, entre libros apilados, apelaciones y demandas en las gateras. Era el clásico final de un panóptico día de asfalto, tan vigilante como agotador. En ese momento asolador, recordé que debía tomar mi medicina. Abrí la puerta del costado izquierdo del escritorio, y casi en la rinconada final del mueble, busqué esa cajita de madera que tomé con medida ansiedad. La puse sobre la mesada y cuando la iba a abrir sentí el llamado del timbre.
Ya era tarde. Estaba solo.Y solo por eso, pregunté quién era. Abrí cuando escuché la voz de Osvaldo, que, sin saludar, se dirigió a mi despacho, en una abrupta atropellada. O se podría decir, como siempre. Fue tan rápido su ingreso que apenas di media vuelta a la cerradura para poder seguirle el tranco. Les cuento que me hice amigo de Osvaldo Soriano unos cuantos años después de su muerte. Admiro ese estilo irónico y llano de decir las cosas que ejerce en sus libros. Esa suerte de sencillez cuasi profana por estos días. Además, el gordo es un gran futbolero, de toda la vida. Y no lo iba a dejar escapar sin un consejo, que en su caso vendría con el disfraz de un humilde comentario si el tema no fuese de su agrado. En caso contrario sería una simple orden. Una vez que estaba frente a mi, y sin disimular, me realizó la pregunta esperada.
_¿Que tenes en esa cajita? me inquirió mientras se rascaba la barba.
Con bastante orgullo y algo de soberbia,le mostré lo que tenía adentro de la caja, sobre un papel de estraza casi vencido por el tiempo.
_Mirá, gordo ¿Qué te parece? le pregunté casi que verdugueándolo .
_¡No me jodas que es un pedazo de Wembley! Sos un. . . Y para evitar que el maestro me dijera hijo de puta, lo emplacé sin tregua.
_Che, Osvaldo, vos sabes que han pasado tantos años de aquella tarde consagratoria, que casi no recuerdo los hechos, y menos aún puedo percibir el olor a pasto húmedo de Wembley. El gordo me miró con una sonrisa burlona y con ese modo tan directo con el que suele saldar nuestras conversaciones, me dijo:
_Cerra bien los ojos. Dale una licencia a las miserias cotidianas, no ahorres hocico con el pedacito de Wembley y concentrate.
Seguí su sabio imperativo. Tomé el modesto terrón y sin verlo lo aproximé a mi nariz. En un par de minutos, fue que pude reabrir la puerta de la encriptada historia que ya les narré. Por si fuera poco, luego de un tiempo indeterminado, volví a sentir ese olor olvidado del pasto de Wembley.
Cuando abrí los ojos para darle las gracias, el gordo ya no estaba. Es que no le gustan las despedidas. Tomé mis cosas con cierta melancolía. Me dirigí a la puerta de calle, ya con el telón de la jornada laboral a mis espaldas. Recordé que antes de salir, debía dar el medio giro a la cerradura que había quedado pendiente. Pero ella estaba abierta. Dudé de mi memoria pese a que estaba seguro. Hasta que hallé la explicación racional. No podía ser de otro modo, porque mi amigo Osvaldo había salido hace unos instantes. Espero que regrese un día de estos, así le puedo dar las gracias.