LOS DHOLES.
“¡Dhole! ¡Dhole! Oyeron pasos cansados entre las rocas, y un demacrado lobo, con los flancos llenos de rojas estrías, destrozada una de sus patas delanteras y el hocico lleno de espuma, se lanzó en medio del círculo y, jadeante, se echó a los pies de Mowgli.”El Libro de las Tierras Vírgenes. Los perros de rojiza pelambre.” Rudyard Kipling.
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La temporada venía dura. La gota que colmó el vaso fue el accidente del Gran Premio de La Gaceta. Habíamos armado una chata a partir de los pedazos de un viejo auto de chapa para niños. Luego le colocamos unos rulemanes imponentes que el Peca había tomado prestado sin aviso, del taller mecánico de su padre: “El Morsa”. El volante era de origen y la máquina volaba. Su color de fábrica había sido sustituido por un furioso tono carmesí, donación oficial del abuelo de Marcelo. Como la pintura era escasa, la popa del fórmula uno quedó pintada, mejor dicho salpicada, a lo Pollock.
No obstante, era una Ferrari.
En los atardeceres de aquel diciembre, de los albores setentistas, remontábamos “a pata” la subida de la calle Diego Lamas. Pasábamos unos treinta metros la esquina con Buxareo para llegar al lugar de salida . Ciento y pico de metros, en el nacimiento de la “colina” ya en la calle La Gaceta, estaba el banderillero. Era él quien debía hacer flamear el color verde de su estoque para que el piloto largara.
Esa tarde yo ya había corrido unas tres veces el Gran Prix y me había sentido Niki Lauda dentro de nuestro prototipo. Para atajar el viento que golpeaba el furioso descenso, usábamos unos viejos lentes motoqueros del tío de Horacito, un fanático de las Harleys. La parte final del Gran Premio, era un canto a la velocidad desenfrenada. La Ferrari era un ciclón desembozado. Un avión “Concorde” sin frenos.
Ahora, luego de la rotación, a mi me tocaba oficiar de banderillero. Doña Clotilde venía al tranco, a unos veinte metros de la esquina. Calculé que los tiempos daban de sobra. Levanté la bandera verde… y Tonito largó desde las alturas.
Cuando el bólido llegó a destino, en lugar de bandera a cuadros se llevó puesta la pollera a cuadros de Doña Clotilde. Un despropósito. Todos en cana. Diez días suspendido el fútbol, la playa… y se cerró el circuito callejero.
En el cuartito del medio de la casita de mi abuela Isabel, estaba pagando mi pena. La siesta –que no disfruté hasta pasados mis cuarenta años- era interminable. Por eso me dirigí a una vieja biblioteca de roble, con vidrio transparente y una llave más bien pequeña a su frente. Su vetusta figura amarronada se encontraba acodada en la pared opuesta de mi cama. Allí reposaban aburridos los libros que de niño y de joven, habían sido leídos por mi padre.
Me miraban. Me invitaban. Algunos tenían tristeza, más bien desarraigo por falta de atención. Empecé a leer sus lomos. Dostoies… muy largo. Y complejo. Borges, lindo pero simplón. Me detuve frente a un nombre extrañísimo. Rudyard. No me lo podía imaginar jugando un picadito futbolero y que alguien le dijera; “¡Pasála Rudyard, no seas comilón!” Por ello concluí que en su colegio le debían decir Tito. No obstante esa dificultad inicial en su nombre, su apellido me pareció sincero. Yo iba a clases de inglés, sin mucho ánimo, pero iba…casi siempre. Había aprendido algunos verbos que la profesora nos hacía repetir como papagayos. Dan-cing. Ru-nning. Li-ving. Ergo, Ki-pling era auténtico. Tomé un añoso ejemplar del “Libro de las tierras vírgenes". Una joya. Al toque me hice amigo de Mowgli, de Baloo y de Bagheera. Lo leí no menos de tres veces durante mi condena.
Uno de mis capítulos preferido era el sexto. El de los dholes.
Los dholes del Dekkan, los perros asesinos vestidos de pelambre rojizo. Se movían en manadas color de sangre. Francotiradores que se escondían para emboscar a sus víctimas. Los que aullaban de furia. La ira los animaba; se enceguecían y acometían contra todo. De feroces quijadas, más pequeños que un lobo, pero temibles. Arrasaban con su odio todas las especies, incluso se atrevían a enfrentar a un tigre.
Muchos pensaran que mis palabras están ancladas a las vivencias literarias de un niño.
Se equivocan. Los Dholes están en nosotros. Convivimos a diario con ellos.
Hay Dholes en la política internacional siempre dispuestos a hincar sus fauces en otras especies arrasando territorios con miles de inocentes. Otros emboscan a las instituciones, a la libertad de prensa y de opinión; muerden a rabiar a las elecciones y a la República. ¡Cuidado! en la jungla de la política local subsisten cánidos de todos los pelos, que devoran el Tesoro Nacional, no cumplen con sus obligaciones y se mastican a su electorado. En muchas tribunas futboleras, están también estos jaros salvajes que no van a hinchar por nada más que el odio, cobrando vidas inocentes con sus salvajadas. Los hay en nuestros trabajos aguardando una oportunidad si alguien se descuida. ¡Ni qué decir en las lides del amor! siempre hay un dhole dispuesto a consolar a una víctima... para luego devorarle su corazón.
El tema es cómo enfrentarlos. Mowgli primero hizo enojar sin retorno a su líder para luego emboscarlos y derrotarlos junto con la ayuda de su pueblo lobuno. El maestro Kipling me lo contaba así; “Por último, enfurecido hasta lo indecible, saltó el animal a más de dos metros desde el nivel del suelo” Luego, Mowgli lo tomó del pescuezo en el aire; “... y, pulgada a pulgada, levantó a la bestia que colgaba de su mano como un chacal ahogado. Con la mano izquierda asió su cuchillo y cortó la roja y peluda cola y arrojó después al suelo al dhole.”
Esa sigue siendo la receta.
No hay nada mejor para derrotar a un dhole que tomar su cola de odio, envidia y desamor y cortársela con el cuchillo bien afilado de la dignidad.