LA SEGUNDA DECISIÓN.

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El ambiente era muy tenso. Los hombres se miraban unos a otros con indisimulada desconfianza. Se podía percibir una fragancia de envidia y  traición que impregnaba el aire del salón.

Pese a ser un hombre viejo, Santiago era de los más jóvenes de la reunión. Mientras escuchaba diálogos en diversos idiomas, no pudo evitar pensar en ella.

En el color de sus ojos; en su boca y en su irreverente juventud. Un trazo de media sonrisa se dibujó en su rostro. Recordó muy claramente cuando Dolores comenzó a ir a su lugar de trabajo con una frecuencia inusual.

Primero, pensó que ella  buscaba una figura paterna que le oficiara de consejero. Pero, con el correr de los días, se dio cuenta que la joven  lo deseaba como hombre, pese a la diferencia de edad. Cada vez más, Santiago se dio cuenta que  no podía evitar  el peso de  esa  miraba desafiante sobre sus espaldas.

El día que Dolores lo esperó luego del cierre de su trajín, percibió que se podía desatar un desenfreno irracional. Y él ya sabía  qué iba a decidir. Lo había soñado despierto por varios meses.  Al quedar solos, en una modesta habitación  destinada a otros fines, casi sin palabras que se escaparan de  los gemidos, ambos le pusieron música a tanta represión contenida. 

A partir de ese encuentro, cada vez que se amaban, Santiago se juraba que era la última vez. Y ahora que recordaba  su incumplimiento contumaz, se dio cuenta que si no hubiera viajado, siempre sería la penúltima.

Ella no quería que él hiciera  ese viaje de miles de kilómetros para  concurrir justamente al lugar dónde ahora  la estaba recordando.

En el medio de sus cavilaciones ingresó una persona vestida  con una toga colorada y una mitra de tres puntas que coronaba su cabeza  y formuló el siguiente anuncio:

-"Annuntio vobis gaudium magnum: ¡Habemus Papam!". Tenemos humo blanco.

Y cuando escuchó el nombre del nuevo Papa que no era otro que el suyo, entre esas miradas de obsecuencia que ya  buscaban la aprobación de sus ojos, fue que Santiago tomó la segunda decisión.