DE PUÑALES, PELOTAS Y SICARIOS.
I. EL PUÑAL.
Uno de los relatos que más me gusta por su minimalismo genial es “El Puñal” del enorme Jorge Luis Borges. Su poderosa narración transforma el metal en alma. El puñal cobra vidas ajenas pero también tiene la suya. Está sediento de sangre…sin más preámbulos se los recuerdo en versión de la página rincón del poeta.
En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
II. LA PELOTA.
Felisberto Hernández fue un escritor olvidado. Hoy existen tardíos pero válidos esfuerzos por rescatarlo. En su época fue ninguneado por muchos críticos literarios de la talla de Emir Rodríguez Monegal quien cuestiona su obra porque “…no puede organizar sus experiencias, ni la comunicación de las mismas; no puede regular la fluencia de la palabra. Toda su inmadurez, su absurda precocidad, se manifiesta en esa inagotable cháchara, cruzada (a ratos), por alguna expresión feliz, pero imprecisa siempre, fláccida siempre, abrumada de vulgaridades, pleonasmos, incorrecciones”. (1)
Como en literatura no hay verdades indiscutidas me permito citar a Don Julio Cortázar quien le remite una carta a Felisberto donde reconoce su admiración por él y expresa: “… me pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías así…”
En ese estilo sencillo que disfraza sentimientos, el cuento de Felisberto “La pelota” es de una ternura única. Aquí el autor ensaya la personificación de la cosa, como Borges con su puñal, pero en su dimensión. La trama- como casi siempre en este escritor- es narrada desde el yo. Es un niño que le pide a su abuela que le regale una pelota de verdad, como la del almacén.
Su abuela le hace una pelota de trapo , y Felisberto lo narra así (2);
“Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas patadas me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí….Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.”
(1) Quien desee ampliar sobre el tema puede leer; “Felisberto Hernández: Escritor maldito o poeta de la materia. Una nota muy lograda de Claudio Paolini https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero23/paolini.html. Las citas de esta nota, son extraídas de “Felisberto Hernández, un autor con más defensores que detractores” de Fernando Chelle. www.culturamas.es.
(2) rea.ceibal.edu.uy/userfiles/P0001/ObjetoAprendizaje/.../Felisberto.elp/la_pelota.html
ooo
A veces las narraciones de autores tan diversos y opuestos, como Felisberto o Jorge Luis se filtran en nuestra vidas, como polizones sin tarjeta de presentación. Prueba de ello es el cuento que les paso a narrar.
III.-EL SICARIO.
Alberto Monterrojo era un asesino.
Un exterminador de pura cepa. No se había especializado en cortar vidas sino pelotas. Su casa estaba frente por frente a nuestra cancha empedrada de la calle La Gaceta. Los fines de semana se realizaba, en mi barrio de la Mondiola , un maratón futbolero con todo tipo de balones. De mañana, de tarde y de noche. Y en esas escaramuzas lúdicas, la casa del verdugo era literalmente bombardeada. Los proyectiiles podían ser de plástico, de goma o de cuero. Lo cierto es que si una pelota caía en su jardín, había que saltar su murito raudamente y recuperarla sin pestañear. Sino éramos "boleta" pues el sicario aparecía de la nada, como un lobo del libro "Águilas de la estepa" de Emilio Salgari y acometía contra la redondez de su su víctima. Su dura figura, y su prestancia cuasi militar no conocía el perdón.
Su fiel mastín Colmillo era su lugarteniente. Monterrojo lo azuzaba con un "¡Ataque, Colmillo! Y su oficial hincaba el diente en el esférico y le entregaba a su amo, la presa ya herida en batalla. Luego ambos desaparecían cobijados por el zaguán. Momentos más tarde... se escuchaba un estruendo letal. El sicario tenía en la antesala de su comedor , colgado entre dos tarugos de madera, un cuchillo de hoja curva. Una especie de yatagan, pero menos largo que ese sable convencional turco. Y con ese objeto de la muerte, literalmente despanzurraba al balón. Lo dejaba como una toronja partida al medio. Finalmente, las medias partes nos eran devueltas en un boomerang sin retorno.
Un día, luego de tanto genocidio de guindas se planeó nuestra venganza. Se hizo un buen marketing, y por eso la platea de esta suerte de matinée nocturna estaba colmada. Debíamos ser no menos de diez . Era una tórrida noche de febrero. Ustedes que me conocen bien, no aceptarán que les diga que yo no fui el de la idea original.
No soy buchón, y no voy a decir quién fue. Los mayores me enseñaron los códigos de la calle y yo los respeto. Sí reconozco que participé en la ejecución de ese ajeno plan que adopté como propio. Para ello y con Marcelo, primero cazamos un gato negro. Luego la noche del "estreno" le preparamos a nuestro piloto un traje de astronauta con bolsas de nylon desde sus patas delanteras hasta la cola. En el final de este ropaje, dejamos una especie de mango que iba a oficiar de catapulta gatuna.
Aunque los jóvenes de hoy no lo crean, en el Montevideo de los sesenta del siglo pasado, el lechero se cobraba con plata que los vecinos le dejaban en su puerta. Dinero que dormía toda la noche sin que nadie se lo llevara. Era una vida de porteras sin candados, de ausentes rejas, donde no había lugar para el miedo o el temor.
Monterrojo tenía su habitación principal frente a la calle, en el planta alta de su casa. En verano, dormía como la mayoría de nuestra gente , de persianas abiertas al cielo. Esa noche, la función comenzó cuando en un esfuerzo combinado de "revoleo" con Marcelo, logramos eyectar a "Neil Gato" desde el jardín a la habitación del verdugo.
Cuando el felino alunizó, un maullido digno de un film del Maestro Alfred Hitchcock cortó la noche. Casi al instante el alarido femenino de Clotilde, la esposa del sicario, entró en escena. Se prendió la luz del cuarto y se escuchó el vozarrón de Monterrojo que exclamó:
-Pero... ¡Qué carajos es esto!
La platea infantil se deleitaba frente a la casa del enemigo. Pero faltaba lo mejor. Como pasaba en los viejos "westerns" que consumíamos los domingos en el cine Arizona, debía entrar la caballería; " el refuerzo de las tropas". Y así fue que los ladridos de Colmillo preanunciaron una batalla épica de eternos rivales, entre maullidos, ladridos y almohadonazos. La trifulca que duró unos minutos aún permanece en mi retina. En esa película pude ver a Gary Cooper, a balazo limpio, luchando contra Colmillo. Finalmente, el gato salió eyectado al vacío, pero su innata habilidad le permitió prenderse de su última oportunidad y con ello de la palmera que vivía en el jardín del villano. Por supuesto que luego de ese epílogo y en instantes, el cine quedó vacío.
Al otro día por la mañana yo estaba practicando en el zaguán de la casa de mi abuela, mis mejores tiros de bolita, entre gañotas y bochones.
Sonó el timbre.
Mi abuela Isabel abrió la puerta. Un oficial de policía, regordete y bigotón se apersonó y le fijo:
-Señora, tenemos una denuncia del Sr. Monterrojo. Sucede que anoche unos forajidos le tiraron un gato desde la calle a su habitación ¿Usted sabe algo del tema?
Antes que ella le dijera que no, yo ya había perdido mi puntería pues mi mano estaba temblorosa. Y casi de inmediato, escuché la voz de la autoridad:
-Y usted. mocito, ¿qué me puede decir?
Mi hora había llegado. El crimen no paga. Seguramente me iban a detener. En forma lenta y resignada, levanté la mirada para enfrentar el rostro adusto y firme del policía. Fue en ese preciso momento que su cara comenzó a ablandarse, a cambiar su forma , como la pelota de trapo de Felisberto.
Y en un maridaje de complicidad, nuestras sonrisas se entrecruzaron.